Por Nicholas Carr *
Artículo publicado en el suplemento IDEAS de EL PAÍS, 10.25 2015
Ante el núcleo de empresas californianas que están transformando el mundo a su antojo, emerge un coro de voces que alerta del lado oscuro de la revolución digital
Silicon Valley no parece un núcleo cultural, y, sin embargo, en eso precisamente se ha convertido. En los últimos 20 años, desde que la empresa estadounidense Netscape comercializó el navegador inventado por el inglés Tim Berners-Lee, Silicon Valley se ha ocupado de remodelar a los Estados Unidos y gran parte del mundo a su imagen y semejanza. Ha dado un vuelco a la manera de trabajar de los medios de comunicación, ha cambiado la forma de conversar de las personas y ha reescrito las reglas de realización, venta y valoración de las obras de arte y otros trabajos relacionados con el intelecto.
De buen grado, la mayoría de la gente ha ido otorgando al sector tecnológico un creciente poder sobre sus mentes y sus vidas. Al fin y al cabo, las computadoras y el Internet son útiles y divertidos, los empresarios y los ingenieros se han empleado a fondo e inventan nuevas maneras de hacer que disfrutemos de los placeres, beneficios y ventajas prácticas de la revolución tecnológica sin tener que pagar, por lo general, por este privilegio. Mil millones de personas usan Facebook, a diario. Y alrededor de 2,000 millones lleva un teléfono inteligente a todas partes y suelen echar un vistazo al dispositivo cada pocos minutos, durante el tiempo que pasan despiertos. Las cifras subrayan lo que ya sabemos: ansiamos los inventos de Silicon Valley. Compramos en Amazon, viajamos en Uber, bailamos con Spotify y hablamos por WhatsApp y Twitter.
Pero las dudas sobre la llamada revolución digital van en aumento. La luminosa visión que la gente tenía del famoso Valle se ha ensombrecido incluso en Estados Unidos, un país de fanáticos de los aparatos tecnológicos. Una oleada de artículos recientes, aparecidos a raíz de las revelaciones de Edward Snowden sobre la vigilancia en Internet por parte de los Servicios Secretos, ha empañado la imagen brillante y benévola que los consumidores tenían del sector informático. Dan entender que tras la retórica sobre el empoderamiento personal y la democratización se esconde una realidad que puede ser explotadora, manipuladora y hasta misántropa.
Las investigaciones periodísticas han probado que en los almacenes y en las oficinas de Amazon, así como en las fábricas asiáticas de computadoras, se trabaja en condiciones abusivas. Han descubierto que Facebook lleva a cabo experimentos clandestinos para evaluar efectos psicológicos con sus usuarios, manipulando el “contenido emocional” de los posts y noticias sugeridas. Los análisis económicos de las llamadas empresas de servicios compartidos como Uber y Airbnb, indican que, si bien proporcionan beneficios a los inversores privados, es posible que estén empobreciendo a las comunidades en las que operan. Libros como el de Astra Taylor The People´s Platform (La Plataforma del Pueblo), publicado en 2014, muestran que seguramente Internet está agudizando las desigualdades económicas y sociales en vez de ponerles remedio.
Prestigiosos literatos e intelectuales entre ellos el premio Nobel peruano Mario Vargas Llosa y el novelista estadounidense Jonathan Franzen, presentan a Internet como causa y síntoma de la homogeneización de la cultura. El editor y crítico social Leon Wieseltier publicó en The New York Times una enérgica condena del “Tecnologicismo” en la que sostenía que los “gánsteres” empresariales y los filisteos tecnófilos se han incautado la cultura. “A medida que aumenta la frecuencia de la expresión, su fuerza disminuye”, decía, y “el debate cultural esta siendo absorbido sin cesar por el debate empresarial”.
En Reclaiming Conversation (Recuperarando la Conversación), Sherry Turkle, catedrática del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), expone como la dependencia excesiva de las redes sociales y los sistemas de mensajería electrónica puede empobrecer nuestras conversaciones, e incluso nuestras relaciones. Sustituimos la intimidad real por la simulada.
En la filosofía quimérica de Silicon Valley descubrimos su incoherencia básica que engloba una torpe amalgama de creencias, entre ellas la fe neoliberal en el libre mercado, la confianza maoísta en el colectivismo, la desconfianza libertaria en la sociedad y la creencia evangélica en un paraíso venidero.
A pesar de proliferar, los detractores siguen, no obstante, constituyendo una minoría. La fe de la sociedad en la tecnología como panacea para los males sociales e individuales todavía es firme, y sigue habiendo una gran resistencia a cualquier cuestionamiento de Silicon Valley y sus productos. Aún hoy se suele despachar a los detractores de la revolución digital calificándolos de nostálgicos retrógrados y tachándolos de “antitecnológicos”.
En el mejor de los casos, la innovación tecnológica nos facilita nuevas herramientas para ampliar nuestras aptitudes, centrar nuestro pensamiento y ejercer nuestra creatividad, expande las posibilidades humanas y el poder de acción individual. Pero, con demasiada frecuencia, las tecnologías que promulga Silicon Valley tienen el efecto contrario. Las herramientas de la era digital engendran una cultura de distracción y dependencia, una subordinación irreflexiva que acaba por restringir los horizontes de la gente en lugar de ensancharlos.
Poner en duda Silicon Valley no es oponerse a la tecnología. Es pedir más a nuestros tecnólogos, a nuestras herramientas, a nosotros mismos. Es situar la tecnología en el plano humano que le corresponde. Visto retrospectivamente, nos equivocamos en ceder tanto poder sobre nuestra cultura y nuestra vida cotidiana a un puñado de grandes empresas de la Costa Oeste de Estados Unidos. Ha llegado el momento de enmendar el error.
- Nicholas Carr escribe sobre tecnología y cultura. Es autor de Superficiales, ¿qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus) y, de Atrapados: cómo las máquinas se apoderan de nuestras mentes (Taurus). Traducción de News Clips.